Plaza
de toros de Sevilla. Un matador de toros de apodo Morante de la
Puebla mientras tortura de forma cruenta, salvaje y criminal a un
toro durante más de media hora hace la gracieta final. Antes de
ajusticiar al exhausto toro el esputo subhumano con traje de luces
negras se saca un pañuelo blanco del bolsillo y en un acto de teatro
repugnante hace ver que le seca las lágrimas. El animal mortificado
chorrea sangre por los cuatro costados. Le han clavado lanzas,
banderillas y, por último, un tipo de espada que teóricamente dará
ya con la muerte definitiva de tan bello animal. El circo sádico que
se monta en el toreo ya es en sí vomitivo, macabro, espeluznante.
Que el criminal subvencionado se jacte del sufrimiento del mamífero
ahonda más en su vileza y en la psicopatía de este salvaje. Y el
problema no es sólo de esta nulidad mental, de este engendro de la
naturaleza sino también de toda la turba que se concentró en la
plaza del sadismo y de la tortura animal para aplaudir a rabiar
hasta la náusea y el asco inhumano el acto de este no ser. Más que
desprecio a toda esta gente y su matador y matadores lo que siento es
una profunda tristeza por el toro asesinado y porque se permita
semejante barbarie en este país entrado ya el siglo XXI. Un mamífero
como nosotros, un animal de gran tamaño con un sistema nervioso
complejo; que siente el dolor como cualquiera de nosotros y que esto sea la diversión de un grupo de personas por llamarlo de alguna manera escapa totalmente a mi entendimiento; es un atentado cruel y mortal a la moral, a la belleza, a la justicia en el sentido más amplio de la palabra. Que sea
legal semejante horror es algo que jamás lograré a comprender. Si
quieren sangre, si disfrutan con el apaleamiento, con morir en la
agonía, con clavarse cuchillos hasta la extenuación y la muerte
salvadora final; que se maten entre ellos hasta la extinción de esta lacra de capa y montera asesina.
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